No había lumbre en la hoguera,
para que el fuego reviviera
la ilusión perdida,
hacía frio en el alma,
y no se abría una puerta,
para dar cobijo a la esperanza.
No había fiesta en la ciudad,
sólo la juventud en la lejanía;
la lozanía había hecho su partida.
No habían manjares sabrosos,
para saborear con gozo,
el viento no acariciaba su rostro.
No había un Cielo
ni rostro de ningún Dios,
donde consolar su corazón
en la inmensidad del Infinito,
ni un espacio efímero
ni siquiera muy pequeñito,
para descansar el dolor
de sus pies en el camino.
No había agua ni fuente
para calmar su sed ferviente,
ningún oasis en el desierto
le hacía olvidar su tormento.
En su caminar solitario
ni siquiera a un vagabundo
encontraba como amigo;
no sabía dónde dirigir sus pasos.
La noche y el día
eran su única rutina,
el Sol y la Luna
su sola compañía,
la hora crepuscular,
su alivio en la soledad,
su momento de placer,
un sueño al amanecer.
Su barco en ningún lugar
sus amarras podía anclar,
iba navegando sin rumbo,
por aguas de alta mar.
Su mayor enemigo era el tiempo,
fugaz se escapaba de sus manos.
Lo quería atrapar y como humo
se esfumaba, igual que la ilusión,
de un futuro dichoso.