Estaban, maestro y discípulos, sentados frente a una mesa llena de alimentos y frutas.
Los ojos de los discípulos delataban su disposición inmediata de poder satisfacer aquello que sus sentidos estaban experimentando a través de los olores y de cómo estaban presentados los platos, hecho que no pasó inadvertido por el maestro.
Con un leve consentimiento del maestro todos se pusieron a comer.
Pasados pocos minutos un discípulo interviene:
—Querido maestro, quisiera saber si la alimentación es tan importante cuanto la meditación.
—Amado discípulo, más importante que las dos son la paciencia y la concentración.
Extrañados con la respuesta, los discípulos esperaron una mejor aclaración que no tardó en llegar:
«Sin la paciencia no puedes concentrarte y sin la concentración, la alimentación o la meditación —que son actos sagrados, los conviertes en algo mundano.
«Cuando tengas que orar, ore, cuando tengas que comer, come, cuando medites, medita y ni siquiera hagas nada más, solo ores, solo comas, solo medites. Ora por la naturaleza y por Dios, que te dieron la comida, siente por aquellos que no la tienen y comparte con ellos, mentalmente. Cuando comas, concéntrate en la comida, en sus cualidades, en la energía que te aportará para poder servir a los demás, que es el propósito para lo que te alimentas. Mastica bien los alimentos, extrae todos los sabores, los olores y no trates tu boca como un embudo. Medita en la unión de tus amigos y medita en el cuidado que le estás dando a tu cuerpo.
«Solo obtienes el máximo beneficio en algo cuando te concentras igualmente, lo máximo, en ello.