Si me hundo en las raíces
de lo que llamamos tiempo
veo a los hombres en su afán
de sobrevivir a las tinieblas.
Me siento como una pieza
traída por el azar a este espacio
en medio de árboles que rodean
paredes con ventanas que trepan
dentro de las cuales los tristes
seres humanos cavilan nostalgias
o tal vez arcoíris monocromáticos.
En esta artificialidad
que no se da por vencida.
Mientras el frio y las nubes
despliegan sus alientos tan cerca
que cubren la cúspide del volcán
otros seres hace miles de años
-los yumbos y los quitus-
en este mismo espacio
con otros árboles, con otros cielos
prendían sus fuegos y hurgaban
entre los dioses sus almas
mirando al sol cada mañana
esperándole como se esperaría
al amante que se enciende.
Las plantas eran su alimento
su medicina y su sustento
-la chilca para el dolor, la chuquiragua-
eran uno con sus animales
-la dulce llama, el tímido cuy-
con sus muertos y sus vidas.
Ahora aplasto con mis pies
este espacio mágico y rescatado
miles de años después
observo las ruinas
las piedras de sus templos
cual dados de gris olvido
círculos de integridad geométrica
-habitáculos ovalados, el maíz y el fogón-
que apenas adivino y celebro.
¿Qué ha quedado del hombre
sino su huella de sobrevivencia?
Imagino que el tiempo acelera
y miles de años después
cuando dejemos de ser
tú que me desconoces y lees
yo que te imagino en silencio
cuando la niebla del tiempo
cubra nuestros recuerdos
¿quien pisará los vestigios?
¿qué osado sufriente imaginará
nuestras vidas y muertes?