La eternidad no abre los fines de semana,
no recibe visitas,
no ejerce de mujer ni se permite
sueños resbaladizos.
Desde el día en que Edipo murió en la silla eléctrica
decidió mantener el mismo horario de un agente de banca
y se acuesta a la hora en que se callan los predicadores de la voz engolada,
suspira
como un burgués a punto de ser padre,
la tarde de los viernes se dedica a visitar a los amigos de de Darwin
que aún espera su turno entre las flores de tela
y pone velas rojas en las tumbas que miran a Hiroshima.
Quienes mueren en lunes tienen bula,
se pueden pasear por los sepulcros fenicios
y hablar con la ballena de Jonás
sin permiso de nadie,
son hermanos de leche
y no están obligados a vestir
de luto riguroso los próximos cien años,
quienes mueren en lunes
tienen santos marxistas en el cielo,
santos de mazapán y agua aburrida del Éufrates
y sabinas nocturnas que les hacen sin luz un psicoanálisis,
quienes mueren en lunes, finalmente,
son clientes de lujo en las capillas ardientes, llevan siempre
plañideras que saben el lenguaje de Freud,
no abonan velatorio
ni precisan de autopsia,
ellos saben
cuándo es primavera en el cadalso y cuándo encienden
sus hogueras perpetuas las franquicias de invierno.