Jugando al ajedrez me diste un jaque,
cubrí con un alfil, pero fue inútil,
tu torre cargó con un peón clave
y tu reina acechaba mi caballo…
Salvé al corcel, mas, ¡oh suerte infecunda!
perdí la torre en forma ignominiosa.
Tus jugadas precisas y certeras
acaban con mis piezas de más rango
como si fueran simples palomitas…
Pretendo concentrarme en el tablero
sin lograrlo y es porque en tu mirada
existe un brillo que me desconcierta
y en tu boca sonrisa maliciosa
que aflora como rosa, de un botón.
¿Cuántas celadas estarás tramando?
¿Cuál podrá ser tu próxima jugada?
Busco y rebusco por dónde colarme
y, de repente, doy con la indicada:
muevo mi pieza y ¡jaque al soberano!,
exclamo haciendo de mi astucia alarde.
Salvas tu rey y, por si fuera poco,
te ganas el alfil que estaba en blanco
con tal destreza que raya en prodigio.
Con que facilidad te me escabulles,
¡Qué trabajo me cuesta el esquivarte!
Será acaso porque, al contemplarte,
me extasía tu plácida hermosura:
son tus mejillas pomas relucientes,
tu cabellera negra y perfumada
semeja un manto de azabache intenso
que cae sobre tus hombros suavemente;
tu boca muy sensual, al mismo tiempo
refleja un gesto candoroso y tierno;
y tus senos redondos e incitantes
se marcan por debajo del vestido
con exquisita discreción y aliño
y, en medio de tu pecho, el corazón:
cofre repleto de ilusiones lindas,
de grandes sueños y esperanzas dulces
forjadas a la luz de las estrellas.
Si hubiera en él, aunque fuera pequeño
algún espacio para mi persona…
Descubro al fin una jugada espléndida,
la llevo a cabo y gano dos alfiles
a costa sólo de un caballo negro
pero aún eres superior en piezas,
sobre todo de las más poderosas.
Acercas lateralmente tus torres,
tu reina surca largas diagonales
y por fin me acomodas otro jaque
que a la sazón parece ineludible.
Muevo mi rey…, vuelves a darle jaque
con tu reina tan blanca como esbelta.
En vano pienso hallar la solución,
no la encuentro por más esfuerzos que hago.
Poco a poco pierdo las esperanzas
de librarme de la total derrota
y de mi pecho brota hondo suspiro…
¿Que estoy desesperado? Quizá un poco,
pero el suspiro tiene otra razón.
¿Acaso no adivinas en mi rostro
el porqué de jugar tan imprudente?
¡Oh reina de mis sueños! ¿Qué no adviertes
que el amor me vulnera en cada instante?
¿Qué tú no sabes que mi pobre pecho,
más que herido, se encuentra agonizante?
Si yo fuera un gran rey con mil vasallos,
veinte castillos y un extenso reino,
todo lo diera con el mayor gusto
por uno solo de tus castos besos.
Estando pues en constante inquietud
mi espíritu, razón e inteligencia,
concluyo así mi situación postrera:
si arteros son tus lances en el juego,
más certeras resultan tus miradas
para ganar, no sólo esta contienda,
sino, en última instancia, hasta mi vida.