Las luces amarillas de la calle entraban lentamente por la ventana, atravesando los cristales de la forma más suave posible y pintándote sus reflejos en tu cara.
Tus labios dorados hacían que me sintiera celoso de las luces por tocarte, y yo te rozaba los labios, para no romperlos.
La curva que describía tu nariz la solían utilizar mis dedos para jugar con ella como si fuera un tobogán, para después caer al mar de tu boca y perderse dibujándola, otra vez.
Decidíamos volver a nuestro mundo de sábanas, donde no se veía nada pero sentíamos el doble, donde los susurros se escuchaban como gritos y las caricias, que duraban un segundo, parecían durar siglos. Nuestro lugar, donde todas las promesas se cumplían y esperábamos que se cumplieran todos los deseos. Nuestro Mundo, donde soñábamos con el mar, con ser arrastrados por el viento hasta la cima de la montaña más alejada del último rincón del último planeta del Universo. Allí vería cómo tus palabras serían transportadas por el aire, cómo se camuflarían con las rosas y el carmín de tus labios las acompañara, hasta chocar con los míos.
Y volveríamos a empezar, otra vez.