Era Joven, alto, moreno,
con el cabello enrulado,
ojos claros, hablar pausado,
y suave acento extranjero.
Nunca se supo de donde
había llegado el viajero,
sólo que tenía en sus ojos
el reflejo de cien puertos.
Irrumpió una tarde quieta
de los calores de enero
(lo albergaron en el cuarto
superior de la posada).
Las mujeres que lo vieron
se quedaron en silencio
(después dijeron que había
un lucero en su mirada).
No se quedó mucho tiempo,
tres meses y siete días,
han pasado varios años,
pero ninguna lo olvida.
Fue la mucama quien quiso
ser la primera en tenerlo...
él no le dijo que no
(le hacía falta a su cuerpo).
Al otro día la niña
(hija de la patrona),
en su cuarto se metió
a la siesta, con un cuento...
No hicieron el menor ruido,
no se dieron muchos besos,
tampoco hubieron testigos,
sólo el ventilador del techo...
Dos hermanas que ocupaban
la habitación dieciséis,
competían entre ellas
por acostarse con él...
y las dos lo consiguieron,
una primero... otra después.
Al quinto día la niña
le hizo una escena de celos
(pero nadie los oía),
y, después de algunos lloros
lo hicieron en el suelo.
Una dice que José
era su nombre, otra Humberto...
la niña hace un esfuerzo
por recordarlo y no puede,
mientras los dedos enreda
en los rulos de su nene...
Y son cuatro en total
los que la posada tiene,
varones, de ojos claros...
¡todos de dos años y medio!
La fresca tarde de invierno
(que poco a poco se aleja)
juega con los recuerdos...
las mujeres acarician,
en sus mentes, al viajero,
mientras la vista distraen
entre las nubes del cielo.
Hay un fondo musical,
voces de niños y juegos...
Nunca se supo de donde
había venido el viajero
ni su nombre ni más nada,
sólo que fuego tenía...
y un lucero en su mirada.