Algún día también
se llenarán de música las tintorerías y bailarán los árboles de los manicomios
al son de una bandada amarilla de lagartos
y no estará mal visto llevar en los bolsillos golondrinas
ni escribir telegramas con un lápiz de labios,
algún día también
se escuchará una ráfaga de termos y cisternas
y estallarán los grifos destrozando los sueños con los últimos
retratos de la infancia,
será
la hora exacta en que los príncipes se aparten de las puertas giratorias
y aparezcan por fin los desterrados en bugattis suicidas
con chandals de poliéster,
zapatillas marxistas
y una abuela minera con gafas de Hugo Boss.
Y cambiarás tu nombre que huele a ramera chovinista,
te dirán Vladimir o Katherina,
y te sorprenderás
al saber que tu estirpe estaba inscrita en la base de un glaciar.
Porque entonces
dejarán de asomar los vagabundos por los hornos de pan recién oliendo
a anís y madrugada,
cruzarán los tranvías si parar en otoño y es posible
que aparezca danzando un monaguillo con el báculo arzobispal.
Y ese día, por fin, nos sentaremos desnudos sobre un péndulo
con tacones de aguja,
ahuyentaremos todos los fantasmas mediáticos
y seremos así, como una orquídea que crece incandescente entre los restos
de un mercado de abastos,
como un canto mí mismo*, y es que a veces la vida
se parece a un poema. Y un poema
concluye cuando a un ángel se le caen de maduras las alas.
* Ref. a Walt Whitman