A veces me gustaría saber hasta dónde he llegado, volver el tiempo atrás para llegar al momento justo, donde la costumbre le robó el lugar a la sorpresa, donde mi sonrisa se ha escondido tan bien que cuesta mucho encontrarla.
Me gustaría volver al punto en el que dejó de asombrarme el perfume de una flor, en el que las acciones de los demás se volvieron predecibles. Me gustaría volver a ese momento en que una discusión ya no me hizo llorar, el momento en el que ya no esperé nada de nadie y preguntarme.. ¿qué pasó?
Quisiera viajar en el tiempo para encontrar el instante preciso en el que dejé de confiar en los demás y comencé a pensar dos veces las cosas.
¿Dónde perdí la magia? ¿ Cuándo fue que se me escapó la inocencia?
Y me respondo a mí misma, fueron los años. Los años de analizar cómo actúa la gente, los años de haber enfrentado el fracaso, de haber palpado un maltrato, de haber sido demasiado ingenua.
En la experiencia aprendí que hay discusiones inevitables, que la primera vez nunca más vuelve a ser.
Que el amor mismo se va desencatando y se cansa uno de escuchar los mismos versos y las mismas excusas, y crece y aprende a poner un ojo en la búsqueda de una persona que realmente quiera dar, sin esperar recibir.
Y mantiene la mano en el bolsillo por unos segundos más antes de darla, y huele esa misma flor una y otra vez para poder reconocer ese perfume.
Y sale diez veces para encontrar al menos una que lo divierta.
Y ocupa su tiempo, y hace, hace, hace por esa simple pero tan compleja obligación de ser feliz.