Lo sé: te debo un baile.
Lo adiviné en tus lágrimas el día
que avié la maleta.
Y tenías razón.
La noche y el licor no suelen ser
capaces consejeros,
y nos empujan a otros brazos
—con otra música y en otra sala—
tras un último alarde de torpeza.
No fue ni por asomo
lo que había soñado entre los tuyos.
Espero que la vida haya dispuesto
calzarte con sus dulces zapatos de cristal,
que en cada anochecer
la luna no demore tu canción.
Lo sé: te debo un baile. Y no lo olvido.