L. Roberto M. Uriostegui

La luz se apagó.

Entonces el silencio nos reinó, la luz se apagó,

yo no pensaba en otra cosa más que amarte,

y tus manos desvaneciendose en mi cuerpo

gastando mis vastas ganas de acariciarte.

 

Al paso de la noche que no acababa

mis manos te tocaran toda,

no hubo parte tuya que no leyera

ni quize terminar con mi ceguera.

 

En la obscuridad que avanzaba

mientras tu intimidad penetraba

mis ojos se cerraron para contemplar

una belleza que va más allá de la piel.

 

Y en ese silencio pude contemplar

el callado negro de tus ojos,

la hermosura del placer sin igual,

el final de nuestros enojos.

 

La luz se encendió,

y con ella mis esperanzas de que vuelvas,

la noche después volvió,

y con ella la seguridad de que te fuiste.