La magia de tu palabra, sencilla como el pétalo de una flor, el vuelo de un colibrí y la cristalina y madrugadora gota de rocío, obró en lo más íntimo de mi ser el inesperado milagro de la transformación en otra persona, totalmente distinta a la que había sido hasta el inolvidable momento de tu llegada e incorporación por siempre, a mi vida, entonces simple y reducida a lo elemental.
Tu palabra, amada, convincente y firme como la añosa roca y el enhiesto y centenario árbol, no obró el milagro de mi conversión elevando su tonalidad para persuadirme, sino manifestándose natural y despojándose de todo cuanto perturban su particular grandiosidad y elocuencia.
Desde entonces, bondadosa hada del mundo multicolor y fascinante de mis sueños, que quisiera interminables, dejé de usar mi deslucido traje gris y mis roídas sandalias de impenitente con los cuales recorrí desconocidas rutas que me condujeron, exhausto, a aldeas, pueblos y ciudades cuyos nombres olvidé raudamente para evitar el sufrimiento de la nostalgia.
Tú, amada, dechado de virtudes propias, con tu singular sapiencia y el prodigio de tu verbo, me convertiste en otro sin que dejara de ser yo.