Henry V

Areundra, la Señora del beso

Areundra

Recordaba   su niñez

Y lágrimas  de plomo se incrustaban

En medio  de sus sienes.

 

Aquellos años de Libra,

Antes  de ser mujer,

Comía amapolas con el sueño

Y sus pies la hacían reír    al entonar   ondas   en el arroyo.

Bruñía su piel  en el aliento  de la libertad,

Al ritmo de  una ancestral  locura.

 

Reía Areundra por su pecho naciente,

Por sus contornos a la deriva  entre su ropita

Y por los vientos  de  febrero rizando sus pestañas.

 

La inocencia no  es un ave que haga nido

Y Areundra se hizo mujer  de muchos besos.

De semillas diversas,

De sendas distintas,

Y siempre germinaba  en geranios  y aguavivas

En las faenas    de  sus amantes.

Nunca savia, nunca colibrí.

 

No portaba  Areundra  realidad  

Ni ideales de cascara dura,

Ni creía en tantos  dioses,

Ni tantas verdades;

Era más simple que  todo  eso.

 

Era señora  del beso, su mejor  bestia  de carga

Y su mejor luna;

Ella misma era marea y era  lobo.

A veces tierra,  a veces guijarro.

 

Nada  detuvo a Areundra 

En este  cielo de  virtudes  escarlata,

Nada lo hizo,

  Hasta que bebió   su infancia:

 

Desenraizó  la infusión   de yerba diabla y  ají, 

del  cuenco  de sus labios,

Y se  volvió  signo   de sangre

En el fondo de las piedras

Del viaje   acuoso  de los muertos.

 

 Los  Nardos cantan  su fe,

De saber que la  vida  no  existe

Si al aliento  de mujer no lo acompaña un beso.