A mi dolor entregada
escuché una mañana
una voz que se me antojaba
la de Dios que en mi casa entraba.
¿Quién eres tú que me llamas,
que me llenas el alma de sentimientos
que escuchas desde muy lejos
lo que digo y lo que siento?
¡Qué importa mi nombre!
sólo te diré que soy un invidente,
que nunca vi ni la luz primera
pero en mi interior hay suficiente
para ver la vida de otra manera.
No te sientas afligida
por la desgracia heredada
pues con lo mío comparado
te aseguro que no es nada.
Nadie te tiene que contar
las estrellas del firmamento,
ni lo que existe a tu alrededor
ni la cara de tus hijos y nietos.
Yo quisiera con mis palabras
enseñarte a ver con los ojos del alma
porque aunque no seas como los demás
¡lo qué yo daría por estar en tu lugar!
Considers con plácida armonía
y acepta resignada amiga mía
los designios del Señor
aprovechando cada segundo,
cada instante la luz del sol.
Y deja que tus ojos se llenen
de blancas nubes, cielo y mar,
de los colores de tu paleta
mezclados para pintar.
Yo desde mi oscuro caminar
veo el mundo maravilloso
y doy gracias a Dios
por hacerlo tan hermoso.
Fina