-Padre,
confieso que he pecado.
-Cuéntamelo, hija mía.
-¿Sabe si amar es pecado?
-Amar…
amar nunca es pecado.
-¿Aunque sea al que no debes?
-Vamos a ver, ¿qué pretendes?
- Yo no pretendo nada…
yo sólo sé que le amo.
-¿Por qué crees que no debes?
-Porque es un hombre casado.
-¡Vaya, por Dios, hija mía!
Eso sí que es un pecado.
¿Te has entregado a él?
-Entregarme… entregarme…
sólo me he acostado.
- ¿Qué me dices, hija mía?
Mandamiento has profanado.
¿Conoces los mandamientos?
-Los aprendí desde niña,
pero no sé cual he fallado…
-¡Has pecado contra el sexto!
-Pero si mal no recuerdo,
y conozco bien el texto,
yo no deseo mujer
y la del prójimo menos.
-Ay, Dios mío, hija mía…
tú no quieres aprender…
que el deseo y la lujuria
no diferencian el sexo.
-¿Y qué debo yo de hacer?
-Penitencia y oraciones.
Esas son buenas razones
para que salves tu vida.
-¿Qué penitencia ha pensado?
Dígamelo, tengo prisa.
-Rezarás dos mil rosarios.
¿Y a dónde vas tan deprisa?
-A acostarme con mi amado,
y cuando se haga de día
rezaré dos mil rosarios.
Andrés María Contel
(RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS DE AUTOR)