¡Ay! por los heridos de amor…
que para querer,
¡los tienen que convencer!;
pues hace falta las fornidas palabras
que zarandeen su sentir.
Derribar las desafiantes legítimas dudas
del deteriorado ego,
y cimentar la confianza
antes de construir sobre su anhelo perecedero.
Pues en su terreno del querer
ahora todo es frágil;
tanto así, que en pequeño desliz
suele irse abismo abajo también el pecho.
¡Los hay que convencer!
¡Sí!, aunque sea
con el estrambótico nervioso silencio.
Con esa mirada profeta súplica de labios;
con ese gesto digno
de exaltarlo al salón de la fama de los recuerdos.
Con risas, risas y más risas,
y una que otra vez
salpicar las mejillas con dulce llanto.
¡Y porque no!,
piel aliada a otra piel;
manos cómplices de adictos abrazos.
Mas al amar no le hace falta semejante poder;
el corazón no necesita
de tantos infalibles intermediarios.
Pues él solito se convence,
poquito a poquito y a diario.
Porque que el querer es de la razón;
y ya sabemos que el corazón actúa sin pensarlo.
Y esta es la gran diferencia entre amar y querer.
Pues quien convence,
convencido ya de primero amar,
se entrega más y se dispone a también querer.
Mientras que el convencido,
de tanto ya no más soportar querer
terminará siempre todo amando.
Mas es peligroso amar y querer a la vez,
pues si imposible resulta convencerse a sí mismo
de dejar de amar;
más imposible es después de tanto querer,
tener que todo tratar de olvidarlo.
¡Ay! por los heridos de amor…
que la gran diferencia entre amar y querer,
benditos y malditos fueron
porque no la hallaron.
¡Ay! por los heridos de amor…
que la única diferencia que pudimos ver
fue el darlo todo sin recibir nada a cambio.