Aún tendremos que andar un largo trecho,
salvar muchas distancias,
cruzar entre jirafas y promesas de boda,
cuidar que no nos hiera el disparo del cazador de turno
y caer,
caer más de mil veces
para llegar a ser como los árboles, siempre prestos
a descolgar sus frutos.
¿Pero existe otra forma
de contener la muerte de los otros sino es ésta
de mantenernos niños?
Los ojos de los niños son los búhos
que emborrachan noche,
crecen el dolor
y la injusticia,
saben el lado débil de los guardas celestes y se nutren del nombre
de los frutos más tiernos.
Sin embargo a nosotros nos sucede que el tiempo merodea
y hay parajes sin luz y hay que salvar
torrenteras amigas
y abismos enemigos y nos pasa
que el miedo parte en dos cada racimo de suerte que estrujamos
-una de ellas se hunde y cree ahogarse,
la otra
siempre es muda-,
que nos duelen los ríos condenados a una muerte cercana
y no siempre hay refugios
y no siempre hay un lago donde puedan los pájaros
volar como los peces.
Por eso, y porque estamos atados al ser de pies y manos,
nos faltan tantos vientos
para llegar a ser
como los árboles.