—Amados discípulos —propuso el maestro—: hoy vamos a hacer un peregrinaje a un lugar especial en que jamás habéis estado. Está lejos, pero os gustará.
Entusiasmados con la idea, maestro y discípulos siguen el camino charlando, riendo y disfrutando de la compañía de la naturaleza.
Pero un discípulo parecía participar más activamente de esa compañía, no en palabras, sino en acciones: observaba con atención cada piedra en el camino: cogía una y palpaba sus formas, sentía su aspereza o su suavidad, confrontaba el tamaño de ésta con su mano y la levantaba en dirección al sol para ver su circunferencia casi perfecta en relación a algo tan perfecto.
El maestro, aunque participaba de todo el grupo, percibió la sutileza de acciones de ese discípulo y lo siguió observando.
“Qué belleza de flor” —pensó el discípulo, al momento que la cogía con suavidad. Inspiró su distinguido aroma, acarició sus pétalos y la guardó junto a la piedra, en su pequeña alforja.
Sus ojos igualmente retrataban la hermosura del contorno del río sinuoso que, aunque cortada la visión por la frondosidad y espesor del bosque, su imaginación le llevaba a seguir el transcurso del río que formaba una preciosa cascada, para luego seguir su curso.
—Querido maestro —interrumpió un discípulo—: hace horas que caminamos, me pregunto si llegaremos pronto a ese lugar.
El maestro sonríe, pero su atención sigue con aquél discípulo que, de esta vez, atrapa una bella mariposa: la observa, imagina la belleza de su libertad e igualmente imagina que ella misma ha polinizado aquella flor que acababa de colectar, por eso le agradece y la suelta con suavidad.
—Hemos llegado, queridos discípulos —dijo el maestro.
—Es este el lugar especial? —pregunto un discípulo.
—Yo no veo nada de especial —concordó otro.
—Déjame tu alforja —dijo el maestro a aquél discípulo que recogió la piedra y la flor.
El discípulo, lleno de vergüenza, le entrega al maestro la alforja y éste saca la piedra con la mano hacia abajo y pregunta:
—Que podéis oler entre mis manos?
—Una flor! —afirmaron todos los discípulos, pero cuando el maestro puso la palma de la mano hacia arriba, observaron, con vergüenza, que era una piedra.
—Una piedra será una flor si tú permites que la flor impregne su aroma en ella. Y una flor puede ser una piedra si tú permites que ella sea arrojada como piedra.
«Del mismo modo, no habrá un lugar especial si tú no te permites ser impregnado por la belleza del camino, por descubrir sus secretos. El destino será muchas veces tan desolador cuanto las flores que arrojas como piedras en tu camino.
«Vivir, el aquí y el ahora, no te garantiza un destino cierto, seguro y placentero, pero sí tienes el poder de impregnar las piedras con el aroma de las flores en tu propio camino.
Recordad: Toda la belleza está al alcance de tus manos, si te dispones a ser impregnado por ella.