Vacilando una y mil palabras, en un momento hilarante de curiosidades e incoherencias infinitas, la sombra de un pino extraviado nos cobijó en un caluroso día de Marzo. Mis brazos le rodearon y su cabello perfumó mis sentidos, así como había hecho con anterioridad en la estación del tren.
—Y además de historias de horror, ¿qué más escribes? –me preguntó mientras cerraba sus ojos para disfrutar la brisa.
Mis labios vacilaron, y mis manos cambiaron involuntariamente la presión que ejercían en ella, así que despertó y me miró fijamente a los ojos. El silencio fue suficiente para que yo desviara la mirada.
—Escribía lírica…
—¿Eres poeta? –me interrumpió.
—No precisamente, yo no sé de las reglas de la poesía ni tengo un vocabulario extenso.
—Tienes lo necesario –tocó mi pecho y se recostó en él–. Deberías escuchar más lo que palpita aquí dentro.
Me desarmó por completo. Mi intención de ser diferente, implicaba dejar atrás lo que acostumbraba hacer, y los poemas eran parte del cambio.
—¿Te gustaría que te escribiera algo? –dije, un tanto inseguro de lo que pudiera contestar.
—Sí, pero por favor no me escribas ninguno de esos poemas que hablan sobre el viento, el mar, las flores y la naturaleza, haciendo mil maravillas de mi persona.
Una carcajada se me escapó sin pudor alguno. Sentí cómo la presión que se había generado por los recuerdos, se desvanecía como arena en mis dedos.
—Bueno, si así lo quieres, entonces: ¿de qué forma puedo escribirte?
Con su linda cara de niña traviesa, meditó apenas unos segundos y me dijo con emoción:
—Escríbeme una linda fábula, que tenga un final feliz. Pero, por todos los cielos, que no sea de amor. Ese amor me lo das cuando estemos juntos como ahora…
Lo demás queda reservado para nosotros dos; sin embargo, mi tarea apenas comenzaba.
Jorge