Correteaba
sin impresionar
en los ojos de nadie
como un fantasma
por las calles.
Iba
por las aceras amarillas
de las extremidades trujillanas.
Sin nada cabiendo en mí.
Me sentí
como rodillas lastimadas
en señal de pedir auxilio.
Iba
observando la apariencia
de las personas,
del abismal resto
de congeneres
(era desolador).
Al igual
que mi aspecto:
demacrado
y desgarrador,
excesivamente peor
que el semblante
de los mendigos
cubiertos
de paciencia.
Y por encima
de esas miserables biografías
marcaban huella
la otra gente.
¡¿Acaso
de su existencia
es conciente
toda esa muchedumbre?!
Pues parecen
dedos de reloj
apurados
por marcar la hora,
sin que nada los detenga.
Sólo observo.
Yo no juzgo.
Me limito
a mi condición de humano.
El resto es labor del cielo.
Más sería muy bueno:
respirar oxigeno
en vez de ese aire austero
y de miedo
saliendo de la vida
de mis compañeros.