Hablaré de ti, hasta desangrarme.
Qué miserable espera. Qué misterio de dolor es este al que le alquilo tu cuerpo para llorar al instante.
Para ti. Esta luminaria sonrisa que se hace arpa sobre el alma de un niño.
Un niño que tenía tus ojos y los vendió a un hombre que se hace secreto en mi
mirada de agua ardiente
de crucigrama en la casa del campo. Alegoría de ti y de lo que no eres. Y de lo que no vuelves tu nombre. También tu nombre para llamarte sobre la sombra de tu rostro en la bandera aborigen que abolió la patria de nuestro sueño.
Quisiera decirles que es fácil.
A ti decirte. Te creo por ser amor. Y te deshago en la intemperie para crearte solo en el refugio de las horas que no llegan. Desde tu pecho a la cálida vena que te hace sangre. Para acogerte sin que seas clavo sobre la vértebra veinte. Escribir de ti, en ausencia de bella noche. En presencia del olvido. Y -seguirte- escribiendo sin la certeza de que me ames más allá de la quimera, que aún para ti, yo soy.
Oh Jaime. Este manicomio se ha llenado de muerte. Y no puede ser así. No debe haber contradicción. Entre la locura de amar y estar muerto. Elijo lo primero. Pero esta locura se cuenta de días que no vienen. Y se enferma de realidad. Y ya no puedo vivir sin tener un ciego en mi memoria. Para recordarte sin saber que lejos de ti, yo estoy.
Ellos tenían razón. Si Carlos leyera esto, sabría que me rompo a medida que broto del verso como si yo fuera su verbo. Y no la heredada coraza del desamor.
Y sucede. Sucede que lo amo. No hay manera de hacer invierno a la aldea que crece como monolito bajo el sol.