El anciano miró por la ventana, vio su rostro reflejado en el vidrio. Tomó un sorbo más de café, la habitación estaba silenciosa, miró las fotos que estaban en la mesita baja, estaba su mujer que hacía años la había perdido, sus nietos que también hacía tiempo no los veía. El desde que se había jubilado había armado un taller en el garage, para reparar cosas que le traía la gente, que lo conocía por sus habilidades manuales, pero sobre todo por su don de buen escucha, no daba consejos, sin embargo la gente se sentía cómoda para contar y encontrar quien lo escuchaba como si fuera la primera vez. El se contentaba porque sentía que aunque no se lo propusiera, les sacaba una sonrisa. Al final del día, en la soledad del hogar, mientras cocinaba, le ponía una música y soñaba con aquella mujer que había visto en el mercado, aunque si bien quizás nunca se acercara para hablar era su musa inspiradora para sus letras. Transcurrían sus días sin mayores sobresaltos, solo los que podía dar su viejo tocadiscos, cuando saltaba la púa, porque de tanto pasarlos se habían rayado. Es que para él, no había pasado el tiempo, no se había casado con la nueva tecnología, y si alguna vez había sido feliz de ese modo, no entendía por qué debía cambiar ciertos hábitos y dejarse llevar por los nuevos adelantos. De pronto el timbre sonó, su casa era pequeña así que no tardó en ver por la mirilla y no ver a nadie, que extraño, pensó, cuando se daba la vuelta sobre sí mismo, volvió a sonar, entonces abrió la puerta, y vio una niña que le acercaba un pastel le dijo que su madre sabía que era ese día su cumpleaños y se lo había preparado para él, el mayor sorprendido fue él por tan grata demostración de su vecina.