-Él, se dirige a mi espacio de la sala y de forma adusta, con el periódico en la mano, señalando esa portada angustiosa me pregunta
-¿Sé sincera y dame tu opinión?
-Yo respondo con honestidad, dada su pregunta
-Él, perturbado por la respuesta sincera, frunce su ceño, molesto, a grito pelado… descalificándome, aduce en tono severo: no tenías que decirme eso, te odio por ello. ¡Qué maligna y desgraciada!
Yo, asevero mi respuesta y le pregunto—¿sino estás preparado para la verdad, por qué diablos quieres saberla? Sólo respondía a tu pregunta.
Después del conjunto de voces desentonadas, pasamos al absoluto silencio. El silencio agudo podía escucharse. La tensión de su mirada malcriada no discurría a la razón, dándome a entender que debía tragar en seco, sentirme culpable por decir la verdad y buscar la excusa barata del cliché: ¡lo siento!, ¡perdón!
Una vez más debo disculparme por decir la verdad. Qué mierda de sociedad esta, donde no cabe la sinceridad sin temor a etiquetas… En definitiva, no hay lugar para la verdad y punto.