Cuando llueve, cada gota de agua refleja una historia. Pensar en el espectro de intrigas ante este diluvio genera una profunda curiosidad. El agua cae y me distraigo con el delgado recorrido, esos hilos que golpean con una profusión de superficies allí afuera. Las gotas se fijan al vidrio de la ventana de mi escritorio, desde donde diviso cómo cada partícula se desarma ante algo sólido para convertirse en una ínfima laguna imperceptible. En cada choque imagino historias con triste final, pues cada gota luego de permanecer unos segundos asentada sobre al vidrio fluye y se deshace. Pero en un vértice se han unido varias gotas conformando un breve lago con vida propia. Tomo mi lupa y sorprendente me encuentro yo misma, siendo niña, correteando con amigos. Pero agudizando la mirada noto que estoy acompañada por mis actuales amigos, esos que uno elige de mayor, esos compañeros en quienes una descansa. Concluyo en que mis cómplices de hoy y yo sentimos y deseamos algo similar. Y ese algo está ante mis ojos: Unidos desde el afecto seguro, nos permitimos licencias lúdicas que plasman con sello propio un vínculo protegido bajo un manto de certezas que nos cobija del diluvio.