Te conocí una mañana de abril
cuando las hojas del último árbol
caían y se las llevaba el viento.
Vislumbraste mi alma, entonces vencida
por las adversidades de la vida.
Entraste en ella y encontraste, a esa niña asustada,
temblorosa de frío,
sin norte, sin esperanzas.
Conversaste con ella
bajo el alero del rayo más claro del sol de domingo
y cual mago sacaste palomas del sombrero
y ella siguió su vuelo.
Sacaste pañuelos
e hiciste con ellos un arcoíris para trepar al cielo.
Encadenaste con palabras mis tristezas
y las lanzaste al viento.
Pero aún estaban sembradas otras melancolías
en el costado inferior de mis desesperanzas.
Pero dijiste: “hágase la ilusión” con un sonar de dedos
y las palabras florecieron preñadas de metáforas,
buscaron los más altos luceros,
juguetearon con ellos, en ese viaje astral
para el que me compraste boleto de primera.
Todo quedó grabado,
las palabras fueron dichas,
el sueño, cumpliéndose a veces
y a veces perdiéndose
en la pereza de mis siglos de llorar ausencias.
Pero aquí estamos, de pie y frente a frente,
como una dualidad inseparable
y aunque los días de silencios crecen
no me falta tu presencia,
que la experimento al nacer el día
y cuando la última sombra
me dice adiós de la mano
y se posa sobre mis párpados cansados.