Locuaz monotonía. No me acostumbro al arte del olvido.
Quizás debería hablar por hablar.
Decirles que me cansa estar vivo. Así en hombría para que me rime el orgullo y los zapatos de hombre que compré para alguien que vive lejos. Como el ayer que se hace festin detrás de la ventana que mis manos de niña, no alcanzan a romper.
De murciélagos y serpentina, quisiera escribirles. De esto que tengo encima de mi cabeza y le llamo cielo solo cuando me dispongo a señalar al objeto detrás de su palabra. Si no, es la nada que se acoge como revólver para matar la disciplina del aburrimiento. Como cuando se hace origami y se desea llover sobre el papel que nos está creando. Y destruyendo a medida que flotamos en ese vacío que apuntamos como flecha para disolvernos.
Y arrastrarnos. Y cantar a la memoria que se sabe su nombre pero deja en el basurero, como esqueleto de pez, todo lo que hizo de felicidad el minuto en que se oprime la tecla, arquea la mañana y nos instaura la sonrisa al barrer la alfombra con el mismo cuerpo cansado de ayer.
Pero, vamos, sé que lo que te digo es una piedra en tu garganta. Y es suspiro arrojado a través del vidrio compacto de la imposibilidad de tenerlo todo, después de haberlo perdido. A sabiendas de que lo elegimos tan solo para llorarlo. Y recordarlo para gastarnos la vida en esa anécdota tan mojada como está la lluvia de su esencia.
Me vas a decir que no me entiendes. Tengo la suerte de no entenderme tampoco, o me la pasaría viviendo a pies juntillas rezando a otro para que me lo cuente. Y sucede que me hago muñeco vudú de mí misma para dolerme a medida que quiero reconocerme detrás del disfraz de estar viva. Dentro de este cuerpo que denomino mío pero se pierde en la parte trasera de cualquier viaje. Y sí, agradezco que la noche sea una ilusión de mis ojos y que la vea donde el sueño se parece al inodoro de un bar gastado en placer e instantes que no se recuerdan más que para lamentar el malgasto de tanta vida.
Luego está el espejo. Quisiera pulverizarlo con el rostro de mi nombre y disponer de la creencia de que soy lo tangible de mi forma y no el espectro que se asoma detrás de mi escepticismo. Porque no puedo ser ni la presencia ni la sombra. Soy eso que está en el vértice de su epicentro. Perdido remotamente en el silencio que señala la verdad como juguete de alguien que sigue arrojándome al suelo.
Y sí. Bestia que se arrastra y me ha salvado del ángel diminuto, decapitado en el idioma. Porque el bien se conjugaba solo con el arte del olvido. Porque el mal me ha arrastrado hasta el extremo inmoral de estar vivo. Y así en masculino para que se respete el orden jerárquico en la pirámide de mis impulsos.
Y ya, ya termino. Corolario de mi instinto divino.
Vida que se mece en la inercia de su designio.