Estas manos que hoy tiemblan arrugadas
y que un día creíste
destinadas a modelar el mundo,
estas manos nudosas y manchadas,
heridas por mil golpes fortuitos,
antaño se lanzaban
‒de juventud ardidas‒
a explorar y pulsar impetuosas
las infinitas cuerdas
del arpa de la vida.
Estas piernas endebles e inseguras
que ya apenas sostienen
un cuerpo que es ruina decadente,
allá en lejanos tiempos ya olvidados
se sentían capaces
de ascender los peñones más abruptos,
y de alcanzar los orbes más lejanos:
universos de ensueño
en mundos legendarios
de vivas realidades trascendidas.
Estos ojos con sombras taciturnas,
estos ojos de ocaso macilento
y errabunda mirada,
relumbraron ardientes
en instantes de luces y esplendores
que la diosa Fortuna
concedió avaramente
en una juventud de fuego y garra,
tan lejana en el tiempo.
Este desafinado corazón
que, insatisfecho, lánguido y cansado,
más de una vez ansió
en abisales fosas
dolido naufragar,
también tuvo sus horas
-pasajeras, fugaces, huidizas-
de eclosiones florales refulgentes
y éxtasis de corales armonías.
Pero plúmbea penumbra es hoy ya todo.
Desolado horizonte
de sombríos presentes
y un neblinoso ayer que se evapora.
Yermo sendero de cenizas grises
es la amarga vejez,
pues, aun rodeado de apreciados seres,
solo se siente el viejo allá en su fondo...
Solo y por mil dolores asaeteado,
recorriendo, abatido,
esos últimos trechos mortecinos
de una vida que es llama que se extingue.