Diaz Valero Alejandro José

Grissel y su campo (Cuento)

 

Grissel tenía nueve años. Era una niña que había nacido en el campo y al lado de sus padres que eran cultivadores, vivía muy feliz sembrando y cosechando el fruto de sus cultivos.


Ella era como un pedacito de campo que se movía de un lado a otro. Su voz era como el canto de las aves, su mirada era como el sol de la pradera, su cabello olía a flores silvestres y su risa era como el rumor del río que corría por las laderas de las montañas.


Grissel siempre jugaba con la naturaleza. El colorido de las flores y el verdor de los árboles le producían una alegría infinita, por eso los consideraba sus amigos y jugaba con ellos sin hacerles daño.


En la sencillez que el campo le ofrecía pasó Grissel los años más hermosos de su infancia. Allí junto a sus padres, disfrutaba y amaba los regalos que cada día le regalaba la madre naturaleza.


Un día de tantos, Grissel vivió una triste experiencia que nuca quisiera recordar. Sus padres tuvieron que abandonar el campo para trasladarse a la ciudad para enfrentarse a una nueva vida, a la cual no estaban acostumbrados.


En la ciudad todo era distinto, fábricas, edificios, centros comerciales y muchas cosas más, pero faltaban pájaros que cantaran y árboles donde los pájaros anidaran. No había cantos de ríos entre las piedras ni las verdes praderas que con olor a hierba despertaran los sentidos.


Una tarde serena la mamá de Grissel conversó con ella:


-Hija estoy muy triste, le dijo en voz baja, extraño la vida en el campo.


-Sí mamá, esto es totalmente distinto, respondió la niña


-Yo te veo a ti muy feliz, dijo la mamá con cierto desgano, ¿acaso no extrañas nuestro campo?


-No mamá, dijo la niña


-¿Cómo que no? ¿Acaso no eras feliz allá?


-Claro mamá, le contestó la niña, lo que pasa es que yo nunca me separé del campo, en este viaje a la ciudad lo traje conmigo y por eso no lo extraño.


Y efectivamente así era, Grissel se había llevado oculto en su larga cabellera, el verdor de la pradera, la calma de las montañas, la alegría de los pájaros y el cantar del río, todo eso impidió que se sintiera lejos de su campo en aquellos años que vivió en la ciudad.


Así pudo ella misma ser un pedacito de campo que se movía contento por toda la ciudad.
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Autor: Alejandro J. Díaz Valero

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Maracaibo, Venezuela