Le dijeron que todo le haría mal. Le enseñaron que todo era técnicamente malo… por no decir: pecado. Ella no quería más que caminar descalza por el parque, bajo la lluvia. Así lo había visto en las películas. También lo narraban los libros. Las caricias de la lluvia y el pasto servían para aliviar el alma. Pero, finalmente, optó por el vino de cartón con gaseosa, así, compartido en corro, tirados sobre la hierba, mientras la hierba los besaba en la boca. A falta de lluvia, tuvo alucinantes atardeceres. El cielo se teñía y desteñía tras las aureolas de humo-hierba. Hay que tirar “buena onda, papá”, decían sus amigos, mientras apaciguaban sus espíritus con el regalo de los dioses. “En honor a la verdad”, pensó, “debo reconocer que también vivimos lluvias suaves o intensas, siempre perfectas; aunque lo mejor, sin dudas, ocurría al final. Cuando el cielo ya lloraba suficiente; y nuevamente desplegaba colores de alegría, al fondo, tras las aureolas de humo y hierba, en esas tardes viajeras, al final del arco iris, nos sonreía Bob Marley… desde unos dientes de oro”.