Terminé mi ejercicio de yoga y aprendí a escuchar la profundidad que no escuchaba:
escuché los armónicos a más de veinticinco mil hercios cuando tocaba,
escuchaba llorar mi sangre de dolor profundo cuando me inyectaba,
oía el ardor de mi estómago triste y enfermo cuando me embriagaba.
Luego de mi ejercicio nada se me escapaba:
escuché el reclamo de la grama cuando la pisaba,
el dolor de un pétalo cuando se marchitaba,
la canción del silencio tuyo en mi almohada.
Poner atención a mis oídos me encantaba:
porque escuché la vibración que de la luz se emanaba,
a kilómetros el ritmo de un corazón que aceleraba,
cuando corrían las lágrimas que mis manos secaban.
Todos los sonidos mi oído alcanzaba:
la espoleta de guerra luego que disparaba,
el sonido de un cuerpo que el hambre arrasaba,
las religiones en vidas que nada significaba.
Mi cuerpo auditivo conectado a mi espíritu todo sintonizaba,
el dolor inmenso de la madre tierra que agonizaba,
ante algodones sucios, mentiras políticas y cobardes miradas,
pero ahora, sin martillo, yunque ni cadena de huesecillos, mi alma no escucha nada.