En la lucha de clases nunca hubo intercambio
de amantes clandestinos,
se decía
que jugar al amor tal vez fuera la causa
de alguna interferencia telefónica
y es cierto
que el fragor del combate no consiente
que una orgía de indígenas insomnes
perturbe nuestro sueño.
Mas no es ése el obstáculo,
el problema consiste en que nacimos un día de un verano cualquiera
y las cosas ya estaban en su sitio,
esculpidas a mano,
calculadas,
intrínsecas
y a menos que una larga miríada apocalíptica
las devuelva a su origen
apenas cambiarán
y serán siempre
un testigo de cargo en la mañana penúltima del juicio.
Nuestra lucha de clases no consiste en saber si los ateos
nos salvarán de nada,
no pretende cambiar los arrecifes por bahías de oxígeno,
simplemente nos basta con vivir la sospecha
de que existe algún Ser, llámese Dios,
que no juega a las cartas y se toma
las cosas muy en serio.