Una mujer huraña, otrora silenciosa, otrora esquiva,
a veces liberando la saliva o crujiendo con intensa saña.
Sobre tu piel amarillenta sin descanso se desliza una maraña,
magma de promiscuos seres que a las pupilas de tu mirar cautiva.
La sangre ciega en lo profundo tus entrañas y en tu apariencia viva,
resolviendo jeroglíficos al escondite con el viento juegas,
garabatos de surcos trazados donde fluye el líquido que anega
el sinuoso cuerpo tan grande y tan pequeño de tu quietud furtiva.
Tal como si fueras mi corazón te quiero, tierra tu eres mi cuna,
bella doncella que tumbada al espejo sol cada nacer me esperas,
que cuando llega la noche y la quietud se anuncia cuida la luna.
Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo suplico al cielo
para que exculpes la inconsciencia infantil de las humanas fieras,
liberandote a cambio, te prometo, de cadenas y dedicar desvelos