Yo también he llorado, y no es que quiera admitir
que soy más débil por ello,
más piadoso por ello,
ni que quienes se niegan a admitirlo sean estúpidos.
Uno mira hacia adentro y no comprende
el alcance ni el rumbo de las cosas que ocurren,
no sabe
en qué lugar del alma tienen patria y cubil las emociones
y a veces un temblor,
una mirada,
algo que nada tiene que ver con un desnudo doméstico
se nos pone delante e interrumpe el mecanismo
de la felicidad.
Y llorar no es hacer causa común con quienes tienen
desprendidos los ojos,
no es cuestión de poner en entredicho
nuestro apoyo a los náufragos,
llorar es recordarnos que hace tiempo quedamos los más solos,
que no sólo perdimos la inocencia y una plaga de gansos
nos robó el paraíso
sino hacer
del afecto más noble una barrera de oxígeno,
del orgullo más tierno una verbena
de peces entusiastas.
Porque a veces resulta que una lágrima
es la parte más densa de un hombre cuando llega la noche
y no encuentra un jardín
o un corazón
latiendo a la intemperie.