Llueve. La gente corre para no mojarse. Los coches vienen y van.
Él, tratado de ahogar la soledad, sentado solitario el algún restaurante de la gran ciudad. Bebe sorbo a sorbo el vino amargo de la ausencia, saboreando la nostalgia, catando la tristeza. Mesas ordenadas, todo en su puesto. Él parece desentonar con el ambiente.
En ese ángulo, esperando una cena anónima, hecha con rapidez y sin amor, espera.
De repente se da cuenta de su realidad, no espera a nadie.... Toma la copa de vino, rojo como la sangre que recorre sus venas y bombea su corazón cansado.
Los acordes de una vieja canción luchan por hacerse escuchar en entre los presentes. Ahí, frente a él, sin pedir permiso, en la silla vacía delante, se sienta el fantasma de un viejo, no tan viejo, amor. ¿Amor? Mientras más pasa el tiempo se convence que nunca existió tal amor. Solo fue un instrumento, al menos eso piensa. Fue asistente, enfermero, consejero, protector, cocinero, chófer....estuvo disponible siempre. Cuando más la necesitó, en aquel viejo hospital, estuvo muy ocupada. Poco a poco se dio cuenta de la realidad. Cuando necesitó de su protección, de ser defendido, se encontró solo.
Una sonrisa se dibuja en su rostro.
Huyó literalmente de ella para vivir, para existir rompiendo, no fácilmente, las cadenas que lo ataban.
La pregunta que martilla su interior: ¿no era mejor la esclavitud a esta soledad desgarradora?
Pierde su mirada entre la gente y se pierde en su pensamiento.