Puedo contar las breves cosas
Que me quedan y las que he
Aprendido después de treinta
Años: un atardecer en Ciudad
Universitaria, el sabor a durazno
De un labial en esa misma tarde,
Crear la inútil metáfora
Del amor y la muerte en un verso
que sólo dos personas han leído, me quedan
Y definen ripios numerosos y lágrimas
Poco menos numerosas, la prosa de
H. Quiroga, La muerte y la brújula,
El vocablo en la frente del Golem
Que articula su muerte (met), la
Segunda y última fecha de mis días,
Algunas vanas erudiciones de lo
Que existe y que no me salvan…
Cada breve cosa que he aprendido
Y que conservo la daría al fuego o
al rigor enconoso de la tachadura
sólo por un instante de tu tiempo
o un recuerdo nítido como un
constante presente, aquel en el
que me diste ese preciso beso
con que me besaste y que hoy
es sólo una música tenue que huye.
A mis treinta años sé que la
Vida se ha detenido indefinidamente.