Si mis ojos llegan a encontrarse con los tuyos, saltan las chispas del deseo, y te abrazo. Con este abrazo desato el contacto de mi piel, que pide rozar con besos los contornos de tu cuello, y lo hago porque la magia que me sobrecoge sucumbe a esa mirada.
Si quiero evitar todo este encanto, desvío la mirada, aunque siendo consciente de hacerlo, es el inconsciente que me guía en ese mismo camino que, también, acabo por sucumbir.
Si consigo resistir ante esa mirada y ante la imaginación, me encontraré con algo más sutil, pero no más débil: tu olor.
Tu olor es el que transciende a espacio, tiempo, momento, lugar o cosa. Me siento impregnar por esa fragancia y todas las moléculas de lo que eres se instalan en mi cuerpo, sin fundirse o combinarse, pero que me llevan, inevitablemente, a tenerte en lo más profundo de mi mente, en aquello que supera a su más erudita explicación científica.
Dejar de oler sería dejar de respirar y dejar de vivir. No puedo hacerlo. Porque también es ese mismo olor el que me persigue, en todo espacio que has ocupado, en todo tiempo que has vivido, en todo momento que has permanecido, en todo lugar que has estado y en toda cosa que has tocado.
Y cuando la noche llega, aunque mis ojos no puedan verte, aunque mi piel no pueda tocarte, aunque ni la imaginación pueda accederte, es el olor de tu piel en mis sabanas lo que me acuna en ese sueño y cada respiro me envuelve con tu magia, porque eres como una flor: la belleza de ésta vive en la fragancia que despierta…