Se sentó cerca del lago, de su lago, ese pequeño su pequeño mundo que amaba, donde era feliz y donde cada tanto se retiraba para contemplar, pensar, meditar, encontrarse consigo mismo.
Un lago hermoso, profundo, azul profundo. En este época del año, lleno de flores, trinar por doquier de pájaros salvajes, una vegetación hermosa, completamente verde.
Dos cisnes, majestuosos y elegantes, parecían flotar en el lago, se complementaban perfectamente al paisaje. Uno era completamente negro, brillante, orgulloso, el otro completamente blanco, puro, sencillo, los había bautizado Ying e Yang. Cuando lo veían venir, se acercaban, sabiendo que él siempre les traía algo de comer.
El día era esplendido, radiante. Respiró profundamente y se concentró en todo lo que le rodeaba.
De repente, un niño pequeño se comenzó a acercar desde lejos. Pudo reconocer inmediatamente que era su niñez. Se sintió de nuevo indefenso, recordó los maltratos por parte de tus padres, la soledad en la que vivió. Su madre postrada en una cama, deprimida desde su nacimiento el tener de ocuparse de ella y asustarse con sus ataques de pánico y a su violento proceder. La ausencia de su padre que trabajaba siempre. La escuela, aquel lugar que era su refugio, donde se sentía tranquilo y protegido jugando con sus pocos amigos. A pesar de tener cinco hermanos, creció como un hijo único, sus hermanos ya se habían ido a estudiar a la universidad cuando vino al mundo. Rechazado desde su nacimiento. Ese niño que era el mismo, lo miró con carita triste. Sin decir palabra alguna, se levantó, se acercó a él, se arrodilló delante, extendió sus brazos, lo abrazó y lo beso. No pudo contener sus lágrimas. Le susurró al oído: ¡te amo pequeño!, ¡eres importante para mi!, ¡te quiero así como eres! ¡No cambies!
Su niño lo observó atentamente, lo besó en la mejilla y le dijo: gracias, solo eso quería escuchar de ti. Poco a poco se fue alejando perdiéndose en la foresta. Sensación de libertad perfecta. De tranquilidad. De sosiego aquel insólito encuentro.
Un ruido se escucha a lo lejos, pasos de alguien que corre. Un joven, un adolescente. De repente se detiene y reconoce a su yo adolescente.
Hermoso joven, flaco, un tanto pálido. Tímido, muy tímido, cerrado en su mundo. Temeroso de no ser aceptado y querido. Un cuaderno y un lápiz, sus amigos fieles. Soñador, fantasioso, amador de la verdad, de la sensibilidad. Incomprendido, con grandes ideales a los cuales ha respondido con generosidad.
El joven lo mira, le sonríe, se acerca. Impresionado ante esa visión extiende su mano y toca su rostro. No profiere palabra alguna, siente que éstas sobran. Lo abraza fuertemente. Se miran fijamente a los ojos uno dentro del otro, uno en el otro, uno por el otro.
El joven lentamente se desprende de sus brazos, le besa la frente, sus manos y comienza a alejarse, retoma la corsa y se pierde entre cantos, entre versos, entre poemas….. Beata visión que le roba una sonrisa.
En su correr en joven ha dejado caer su cuaderno, ya amarillo con el pasar del tiempo. Lo recoge. Lo abre. Recuerda aquel título, si aquel título que él mismo había escrito: mi sentir poético… una ráfaga de fuego lo envuelve al recordar aquel día que su madre lo quemó delante de él prohibiéndole volver a escribir. Sentir, sentir poético de mi existir frenético. Lo cierra, lo besa tiernamente estrechándolo entre sus inermes brazos.
Se hacen presente los recuerdos de sus amores, en su yo adulto. Esos amores prohibidos, escondidos, perdidos en el tiempo. Lo amaron, lo desearon, lo quisieron, también lo engañaron y utilizaron.
Un momento de rabia sobreviene recordando momentos difíciles, dolores causados, el sentirse impotente. Tantas cosas hechas, realizadas. Sueños hechos realidad otros no tanto.
Vivir es este encuentro: con él, con los otro y con el Otro. La madurez tocó a su puerta y por ahora resta. Se siente más seguro, sereno de lo vivido y realizado ¿El futuro? Será lo que poco a poco construya en el presente. Ya no está solo, a su lado, su gran amor. Ese amor no buscado y encontrado con el cual quiere terminar sus días, más adelante escribirá su encuentro con la vejez, que lentamente se acerca y él pacientemente espera.
Otea lejano, el lago está ahí, testigo silente de este momento. De sus labios una plegaria: Gracias Señor por todo, sí, por todo lo vivido. Gracias al pasado soy lo que soy hoy día. Quiero vivir el presente sin que el pasado lo dañe o lo influya en manera negativa. No soy responsable de mi pasado, pero si de mi futuro, de mi felicidad. Quiero vivir. Loado seas mi Señor.