Rápidamente comenzó a correr, sin mirar atrás en ningún momento; su vida dependía de que no lo hiciera. Había llovido un rato antes y las calles adoquinadas de San Telmo, traicioneras, le impedían ganar velocidad. Dobló en la primer calle en la que pudo y continuó corriendo por la vereda empinada. Pánico y más era lo brotaba de él; el miedo lo había invadido y en su desesperado intento por obtener la salvación comenzó a correr. Sus emociones lo traicionaban; se habían convertido en una pesada armadura que lo fatigaba. En su interior sabía que no había escapatoria; pero debía intentarlo al menos, luchar por el derecho a vivir y morir intentándolo.
Carlitos corría. Dos cuadras por la misma calle y el agotamiento se presentó inclemente; la fatiga lastimaba su garganta y poco a poco, comenzó a ir más lento. Se maldecía a sí mismo por ser incapaz de salvarse, y por haber sido tan estúpido de haber caído en esa situación. Su destino; su final lo perseguía; audaz y confiado pues sabía que conseguiría su objetivo esa noche de invierno.
La esperanza era un lujo que Carlitos no podía tener. Había gozado de su máximo placer otra vez; pero el precio fue otro esa noche. Era tanta la excitación, esa de lo prohibido, de lo inalcanzable. Se rindió a sus necesidades mundanas sin comprender el precio de aquella decisión. Pero lo comprendió luego, mientras trataba de vivir, aunque fuese sólo unos minutos más.
Llegó inesperadamente a la intersección entre Perú y Carlos Calvo, y luego se detuvo. Cayó arrodillado al suelo; lágrimas se desprendían de sus ojos y dejaban un cuerpo frágil y asustado al descubierto; un alma que sucumbió a la tentación y que ahora debía enfrentarse a su destino, a las consecuencias de sus acciones pasadas.
En su corazón, de pronto no cabía otra cosa que aceptación. Entendió que valía la pena morir por eso que tanto le gustaba hacer y que ahora, luego de muchos años, le reclamaba cuentas pendientes que nunca había terminado de pagar. En un último intento de rebeldía, bajó la mirada al suelo y lo vio; luego levantó nuevamente la mirada. El vació que yacía enfrente de él, el cielo despejado y el fin de su propia existencia. Sonrió a su propio fin y cayó al suelo. Dejó finalmente de respirar.
Temprano a la mañana siguiente y como una cuestión de cábala, Miguel se levantó para ir a abrir su bar. Éste había pertenecido a su padre y a su abuelo antes que él. Era antiguo y le mostraba a esta ciudad pseudo-moderna una vieja foto donde se la veía adolescente. Como cualquier otro día, Miguel se vistió, desayunó y se dispuso a salir de su casa para ir al bar. Una vez fuera se encaminó hacia su lugar de trabajo; tan sólo dos cuadras desde su casa. Todavía era de noche y hacía mucho frío. Él caminaba contento; la vida le resultaba fácil.
Llegando al bar y para su sorpresa, encontró a un hombre tirado en el suelo. Supo inmediatamente que aquél hombre ya no pertenecía a éste mundo. Supo que la estupidez lo había conducido hasta una situación donde vivir ya no era una opción.
Con paciencia movió el cuerpo hacia dentro del bar; lo arrastró detrás del mostrador y lo dejó caer por la trampilla. Colgó su abrigo y bajó al sótano. Abrió el congelador gigante que había en el fondo, dónde la luz de un pobre foco que colgaba del techo parecía no llegar. Depositó el cuerpo al lado de los demás. Era una madrugada como cualquier otra.
Subió de nuevo al bar y caminó hasta la cocina. Se puso el delantal y tomó de la heladera una cubeta llena de carne. Se la llevó al hombro y se dirigió hacia la picadora. Depositó todo el contenido y encendió la despiadada máquina. Volvió hacia la heladera y sacó un paquete de tapas para empanadas; las esparció sobre la gran mesada que había en el centro de la cocina y luego fue por la carne picada. Era hora de cocinar.
Una vez puestas en el horno, las empanadas comenzaron a dorarse lentamente.
El bar de Miguel, hogar de fantasmas y despojos humanos; almas degradadas, esencias plasmadas en las pareces de madera, que en protesta tuercen los cuadros y desordenan las mesas cuando no hay nadie que pueda verlas. Pero de eso Miguel sabe poco, restaurar el orden es su deber, así como continuar las viejas tradiciones que le dieron nombre y temple al barrio, y lo cumple como lo cumplieron su padre y su abuelo antes que él. Efectivamente, Miguel sabe poco de almas en pena; por el contrario, sabe demasiado de empanadas caceras.