Carlos Manuel Larrea

Las voces, oigo las voces cantando

Las voces, oigo las voces cantando
en medio del diluvio canciones dulces
con el crujir de las vigas que se mecen.

Es la lluvia que da sueño, la alabanza
del mar cuya paciencia levanta barcos.

El canto es bello, pero la violencia
que el oro y las ricas maderas suscitan,
crece como la duda en la cabeza de un rey.

Es la miseria del hombre que ignora
la vasta permanencia de la muerte.

En esta soledad que nunca conociste
te preguntas por los que se quedaron,
sufres y quisieras tener una respuesta.

Desde la oscuridad llegan los gritos
de los pájaros que nadie comprende.

Pudieron dejar el mundo, pero la morosa
voz de la prudencia, es la red minuciosa
que la araña teje preocupada por su presa.

Los argumentos de la noche son más duros
que el ir y venir de los remordimientos.

Entre los reflejos la imagen de aquellos
que construyeron su casa sobre la historia
de la arena, la roca y el pescado de la red.

La esperanza toca las aguas que ondulando
confunden a la calma con la profundidad.

Nada compensa los soles magníficos,
campos azules coronados de gallos,
el salón de espejos donde parió la cierva.


Hay que ver el silencio de los
animales que escuchan para sentirse menos solos.

Es la música discreta de las vacas
que en su blancura pierden al pastor
y en la hierba aspiran a lo eterno.

De la niebla bajan los cielos grises
y escurre la luz de la primera edad.

Flota sobre los restos el Arca de Noé
que, recostado entre las ovejas, duerme
sin preocuparse por la semilla del mundo.

Sabe que más allá del cielo abierto
comienzan el desierto y el olvido.


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