Supe que debías resbalar la cornisa
para morir en tus propias gravedades.
Debías conocer el frio mármol
para valorar el ardor de mis manos.
Enterrarte en el cementerio de almas
para emerger con resaltantes lentejuelas,
adelgazarte en laberintos citadinos
de confusa lengua babélica
para pronunciarte en nuevo idioma de lengua.
No fue sentimiento de abandono
sino profundo amor de bárbara dulzura.
Rebasaste la mansión enlutada de rosas
arañando con garras leonas
los muros que encadenan las bestias del amor.
A tu lado yo, hombre de habla silenciosa
atento al estallido de tu sangre en la fosa
sin que llegaras al martirio de la ausencia.
Hilvanamos corazones en ligaduras
cuando caminabas la senda del fuego,
titubeante, temerosa en la soledad de las islas.
Te aguardé en singular para amarte
y conjugar un verbo plural con nosotros.
Nosotros,
rocas de un castillo cosido por un sastre
barriendo la pelusa del agobio,
lavando adjetivos de oprobios recíprocos.
En la lejía de los pórticos éramos presencia
de cálidos adjetivos en geometrías.
Con las manos del talabartero
tallamos en nuestros cuerpos signos de ambrosia.
Con tesón agricultor sobamos harina en las etapas del trigal y
en las palmas cantaban voces intimas de jaleo universal.
Construcción del paladar, dos bocas reinventando el fuego.
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