(o la fábula del renacuajo)
Queda dicho y dicho queda
que un día de primavera
paseando en la arboleda
junto al cauce aquel del río
yo tropecé con un bicho,
un bulto fue, quede dicho,
verde, parecía majo,
un humilde renacuajo
-ni un escuerzo era ni un sapo-
que, desafiando ¡carajo!
y enfrentándose bravío,
-me miró de arriba abajo-,
me espetó con desparpajo
¡buenos días, gusarapo!
Me enfrenté a su desafío
¡dirigirse a mi aquel crío,
qué falta era de respeto!
¡Vea que a usted no le espeto
ni le falto, señor mío!.
Pues aunque humano yo soy
y pudiera hacerle daño,
ni le daño ni regaño,
no voy a decir ni pío,
por donde vine me voy.
Mas, tozudo y persistente,
aquel bichito insolente
en un mínimo descuido
¡puede pasarle a cualquiera!
se me lanzó de repente
y posando en mi pechera,
sin hacer el menor ruido.
¡plaf..! burlando mi confianza,
me empujó de esa manera
y con su abultada panza
al agua patos cayera.
¡Por dios ¡sácame, dios mío,
si no me ayudas me ahogo!
exclamé, yo te lo imploro.
El sapo se quedó frío
al verme haciendo aspavientos,
mudo se quedó un momento,
-no penséis que aquí me río-
y soltó una carcajada
que al agua una marejada
produjo y empujo el viento.
¿Cómo es que la especie humana
en tamaña situación
no encuentre una solución
lo que hace una humilde rana?.
¿Y usted presume de humano?
no es más que un simple gusano
venga a mi, deme la mano.
Y en un ¡plisplas! me sacó.
Y fue así como este cuento
me lo inventé en un momento
para hacer ver a mis nietas
que humilde hay que ser sin tretas
y que no hay que presumir
de lo mucho que careces,
que en la vida cuando creces
tendrás la oportunidad
de vivir con humildad
y recompensa obtendrás
tal como tu te mereces.