Gaviota Romero
LA DUQUESITA Y EL DOMADOR
Llanuras de Andalucía. Olores de hierba fresca. Un sol que se va poniendo y una noche que se acerca. La duquesa de Azahares, que en su castillo se encuentra, hace rato que no vive, hace rato que no alienta porque su niña adorada, su más apreciada prenda. Por la tarde en el caballo salió, pero no regresa. Varios hombres a buscarla salieron por la dehesa. Pero el más joven de todos montando con más destreza, pronto se pierde de vista por la enredada maleza. Él bien sabe aquel camino que más le gustaba a ella. Antes que la luz del día totalmente se perdiera, se la encuentra desmayada al pie de una encina vieja, por causa de que el caballo, en un extraño que hiciera., la despidió de la silla dando con su cuerpo en tierra. Monta de nuevo a caballo. La pone en la delantera y al calor que da su cuerpo ya la niña se despierta. Mirándole dulcemente y apoyando la cabeza, en el brazo de aquel hombre, que al acero se asemeja. otra vez vuelve a dormirse, otra vez sus ojos cierra porque se siente segura del que en sus brazos la lleva. Él la mira sonriendo y arregla su cabellera. Parece que va a besarla pero no, que no la besa. Sólo con su pensamiento de esta manera se expresa: -Duquesita de Azahares. Andaluza postinera, la de más alto linaje y de más rancia nobleza. La muñequita mimada. La de mirada altanera. La que en tiempos no lejanos fue siempre mi compañera. ¿No recuerdas, duquesita? ¿Quizás recordar no quieras cuando montando la jaca, aquella jaquilla negra, y yo montando el caballo cuyo nombre era Centella, recorríamos a diario los llanos de la dehesa? Yo te domé aquella jaca para que tú la lucieras. Y aquellos primeros días que a causa de tu torpeza por mantenerte a la silla, de aquella jaquilla inquieta, iba alegrando el camino tu risa cascabelera. Fueron pasando los años. El tiempo no corre, vuela, y del tímido capullo salió la rosa más bella. Sintiéndote tú mujer, yo perdí la compañera Otros hombres te acompañan que son de tu misma esfera. Para el pobre domador... solamente eres la dueña. Bien me acuerdo de aquel día que ordenaste con firmeza te ayudase yo a montar en la yegua la Lucera. y porque tembló mi brazo, quizás por verte tan cerca, me diste un latigazo, y lo diste con tal fuerza, qué varias gotas de sangre, sangre joven de mis venas, cayeron por mi camisa, aquella camisa nueva. La sangre dejó marcada, la figura de un clavel como aquel que en tu pechera lucieras aquella tarde tan linda de primavera. ¡No lo esperaba de ti! Fue para mí una sorpresa. Cuando te marchaste tú lloré, donde no me vieran. Lloré, mas no fue el dolor lo que a mí llorar me hiciera. Lloré de rabia y de celos. Lloré de ver mi impotencia. Lloré... mirando en la altura que te puso tu nobleza y que yo, vil gusanillo, escondido en mi pobreza, no era fácil que alcanzara. Por eso lloré, duquesa. Pero tú duerme tranquila. Tu sueño de rosa sea. Si me cruzaste la cara no lo tomé como afrenta. Más bien bendije la mano que así de aquella manera dejaba impreso mi rostro como si un recuerdo fuera. Ahora podría vengarme si yo vengarme quisiera. Teniéndote aquí en mis brazos tan cerquita, tan de cerca. Sacar pudiera en tus labios, labios de color de fresa, toda la sangre que un día cayó en mi camisa nueva. Pero no, no tengas miedo. Sigue tú durmiendo, sueña. que no mancharán mis labios esa flor de tu pureza.- Así dijo el bravo mozo y tocando con la espuela los ijares de la jaca, emprendió veloz carrera con tal de llegar ligero y desprenderse de ella. El embrujo de la noche festoneada de estrellas. Aquellos labios de grana. los ojos de la doncella... eran fuerza suficiente para perder la cabeza. Mas presto llegó al castillo y atravesando la puerta, dejó a la niña en los brazos de su madre la duquesa