Un nido en el Suelo (Cuento original e Alejandro J. Díaz Valero. Maracaibo, Venezuela)
Capítulo II: La anunciada tormenta
El viento siguió soplando, cada vez más fuerte y las nubes se arremolinaban en el cielo negro de una manera tenebrosa; las nubes no pudieron sostenerse y comenzaron a caer pesadas gotas de agua sobre aquel bosquecito habitado por tantos animales. Ya todos habían ido a sus respectivas madrigueras a guarecerse de la tormenta siguiendo las instrucciones de Doña Tortuga que sin dudar había afirmado que habría tormenta.
La lluvia arreciaba cada vez más, los árboles batían sus ramas, algunas crujían, luego se quebraban, y salían volando por el aire. Otros árboles, los más débiles, fueron arrancados de cuajo del suelo; sus raíces quedaban en la superficie junto al árbol derribado, como un soldado que ha perdido una batalla.
Los relámpagos seguían cuarteando el cielo y los truenos hacían estragos cada vez que sonaban, pues estremecían el bosque y daba la impresión que ese día habría otro diluvio universal. No se vio ningún animal asomarse durante la tormenta, pues estaban asustados esperando que finalizara todo, si es que en algún momento iba a finalizar, ya que en la medida en que pasaba el tiempo, algunos hasta perdían la esperanza de que escamparía.
Era una tormenta que cada vez arreciaba más y más, como si toda el agua del planeta hubiese decidido bajar a la tierra en la misma hora y fecha, era como si ríos caudalosos derramaran sus caudales sin medir las consecuencias.
Algunos animales comenzaron a quedar desguarnecidos, pues la lluvia había destruido su nido y estaban ahora bajo la intemperie soportando estoicamente la furia del aguacero. Algunos, los más osados que se atrevían a ofrecer ayuda, sucumbían junto a áquellos y sufrían igualmente las consecuencias de esa furia de la naturaleza.
Así que todo era cuestión de esperar que la lluvia terminase de caer, era como un ciclo convulsivo de una persona con trastornos neurológicos que convulsionaba agitando sus brazos, sus piernas, y todo su cuerpo hasta que pasó el difícil trance para quedarse inmóvil, en completo estado de reposo e inconsciencia, para luego evaluar los severos daños cerebrales producido por aquel episodio convulsivo. Así mismo había sido la aquella tormenta; había agitado el bosque entero en su copiosa precipitación. Ahora comenzaba a cesar la lluvia dejando tras sí el desastre y la quietud. Sólo faltaba evaluar la magnitud del daño causado, para brindar auxilio a quien lo necesitase e intentar restaurar las cosas dañadas.
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Continuará