Emergió de la lama suave con olor a mangle y carbón,
con el olor del barro remojado con las aguas saladas del estero
como un cangrejito que hace orificios en el lodo
para vivir en el vientre fresco de ese muladar.
Sus padres plantaron en el fango cuatro palos de mangle;
maderas “Fernán Sánchez”, para su suelo movedizo;
caña guadúa para apredes puertas y ventanas;
Unas latas de zinc, su techo, su cielo;
y era su casa con pilares cual raíces clavados en el lodo,
su dulce morada pero que no no le protegía
de las inclemencias del sol, de los vientos huracanados,
de las lluvias que parecían ensañarse sobre ella
y mecerla cual hamaca que se derrumbaba vencida por la corriente
en un concierto disonante de agua viento y lágrimas
que hacían la llegada del invierno dolorosa y temida.
Creció jugando en el manglar, persiguiendo el derrotero
de las jaibas, del vuelo de las gallaretas;
esperando la subida del aguaje
para coger camarones, peces y atrapar cangrejos.
Descansaba su inocencia de niño pobre en las tardes soleadas
cuando la marea traía consigo, el olor del mangle quemado
de las carboneras afanosas a la orilla del “Estero salado”;
El perfume del pechiche en conserva que se mezclaba
Con la languidez de su pobreza.
Pero era feliz, con sus pies en el suelo
Con sus piel morena brillante ante los rayos del sol,
era feliz ignorando el sacrificio de sus mayores
para llevar a la mesa un pan de cinco centavos.
Era feliz, cuando llegaban los gringos con regalos de leche en polvo
sémola y aceite,
sin saber que eso, era una dádiva vergonzante del imperio.
Cuando llegó el cascajo al barrio,
se trepaba por encima de los cerros de tierra
antes de que llegue la aplanadora
y lanzaba las piedritas planas al agua del estero
En forma horizontal, para el juego de ‘’pan mantequilla y queso’’.
Cuando asfaltaron las calles, se sintió importante,
porque “el progreso” llegaba a su barrio humilde.
Pero se llevaba la dulzura del manglar y sus perfumes;
Se llevaba la jaiba, el cangrejo, las conchas,
los mejillones y las espigadas gallaretas.
Se perdió la visión maravillosa de la caída del sol sobre las aguas
en las tardes de dulces juegos.
Pero le trajo la certeza de su pobreza,
de ser un ciudadano de barrio marginal.
de ser un “cholo sin fortuna’’.
Su mirada inocente se perdió en esas certezas
y su espíritu indómito empezó a madurar y a cuestionar
las infantiles creencias.