Echa el barquero al mar su red maltrecha,
para atrapar quizás un goce efímero.
Súbito, por detrás tus brazos, Cristo,
contra tu ardiente corazón lo estrechan.
“¡Adéntrate en mí!”, sugestivamente
susurra tu voz acariciadora
al oído de quien dejaste otrora
correr tras el amor sólo aparente,
“¿Es posible el regreso ‑se interroga‑
después de tanto tiempo en fútil vida?”
“¿Existe acaso puerta de salida
–le repones‑ en mi misericordia?”
Después agregas: “¡Rema mar adentro!”
Y su barca remonta el hondo enigma
del raudal de amor, agua viva y límpida,
que arroja tu costado siempre abierto.
Con tu cálido hálito está ebrio,
de tu dulce sonrisa pende atónito,
bajo tus tiernos ojos vive absorto
y ante tu blando pecho siente vértigo.
“¡Di, Jesús! Y de ahora en adelante
yo seré para ti página en blanco
‑exclama al fin‑ de modo que tu mano
en ella el diario de tu amor redacte”.
“Reza en tu recorrido el Padrenuestro”,
le conminas y, mientras lo recita,
le va siendo borrada la hostil lista
de sus culpas y creas un ser nuevo.