No hagas ruido... me repito a mi misma.
Recorro la habitación descalza y de puntillas.
Miro tu piel canela tapada apenas
por una tela suave que resbala por tu cuerpo,
como una caricia de seda.
Contengo el aire, no quiero que un soplido
roce tu cara reposando en la almohada.
Que creas que el aire se coló por la ventana
y te tapes con la sábana.
No hagas ruido... me repito insistente.
Moviéndome a oscuras en la noche,
para poder espiarte cuando duermes.
Has suspirado y te diste vuelta,
tal vez porque presientes mi mirada,
porque me sientes cerca aún sin verme,
porque en tu sueño aún me amas.
Me acerco despacito, lentamente,
como un ladrón sigiloso que en las sombras
camufla su presencia y se transforma
en un felino audaz que acecha.
Indefenso y dormido, a mi merced,
puedo esperar horas o segundos,
ser un grano de arena o todo un mundo,
que habita rendido a tus pies.
Y así, con el silencio como escudo,
contemplo tendida tu figura,
mucho más bella que cualquier escultura,
cualquier poema escrito y aún no escrito.
Cualquier obra maestra de pintura.
No hagas ruido. Se escapan mis palabras,
un susurro recorre las paredes
y rebota haciendo eco en el silencio
que se hizo trizas, contra el piso.
Miro al espejo y me extraña entonces
no encontrar plasmado mi reflejo.
Entonces huyo con la rapidez de un rayo
a través de un túnel y encuentro mi cuerpo.
Abro los ojos y mirando el techo
comprendo que todo... sólo ha sido un sueño.