Carmen era una niña de una familia de costureras. Su mamá lo era, su abuela lo fue, y su bisabuela cuentan que también. Era una dinastía de costureras y ella no quería quedarse atrás. Amaba la costura y siempre desde muy temprana edad quiso comenzar a coser.
Una tarde a sus ocho años recién cumplidos, Carmen decidió hacer un pañuelo, parecido al que le hizo su abuela, pero éste no sería rosado como aquél, sino de color añil, pues amaba ese color.
Lo haré hermoso, se decía.
Pasaron los días y ya Carmen tenía listo su pañuelo añil. Estaba fascinada, pero quería más.
Así que comenzó a coser un mantel también de color añil. Pasaron los meses y ya Carmen tenía listo su mantel añil. Éste también le fascinaba, pero seguía queriendo más.
De tal manera que comenzó a coser una sábana, igualmente de color añil. Pasaron los días, los meses y los años y Carmen se hizo adolescente, se hizo adulta y finalmente se hizo anciana cosiendo y cosiendo su sábana soñada. Era una sábana gigantesca que parecía no tener fin, hasta le había confeccionado varios almohadones de algodón que con su blancura hacían juego con la sábana que había confeccionado.
Ella siempre veía que los diseñadores de moda usaban modelos para que lucieran sus confecciones, pero ella no podía. ¿Cómo lucir una pieza tan grande?
Cada noche en sus oraciones le pedía a Dios que su esfuerzo no fuera vano, que todos sus años de costura tuvieran algún provecho para la humanidad. Ella deseaba que todos pudieran contemplar la extensión y hermosura de su sábana color añil y sus almohadones de algodón.
Y una noche mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que Dios le hablaba:
-“ Daré una utilidad a tu enorme pieza de costura”, le decía, “usaré tu sábana y también tus blancos almohadones, con ellos cubriré el cielo para que puedan ser apreciados y admirados por todos los habitantes de la Tierra”.
En eso, Carmen se despertó. Y al salir al frente de su casa contempló el inmenso cielo añil acompañado de algodonadas nubes e imaginó que era su sábana y sus almohadones, y se sentía feliz porque Dios había cumplido su promesa.
Y así, el esfuerzo de aquella niña costurera fue valorado, admirado, y apreciado por los siglos de los siglos.
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Autor: Alejandro J. Díaz Valero
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Maracaibo, Venezuela