En una pregunta continua, inquiero:
Cuando no media un homicida.
A quién se puede culpar por una muerte.
A la fatalidad, al destino,
al que imprudente tomó la decisión
de culminar su vida
en un arranque de torpeza.
Aquel otro que despreciando
los avances de la Ciencia, se dejó
llevar de vicios descuidando
las juveniles dotes de un cuerpo sano.
O quien de plano, teniendo
el recurso disponible, hace
caso omiso de cuidarse,
y visitar al médico, en el tiempo
oportuno de salvarse. Se podría
culpar al que conduce un auto
sin tomar las debidas providencias,
o aquel que en su loco andar,
se deja seducir tomando riesgos
imprudente. A quien se aventura
más allá de lo que el sano juicio indica.
Al que su afición por la enervante
adrenalina, le lleva a la temeraria
actividad del deporte extremo,
donde la vida, pende de un hilo
y de una seda. O el que desafía
las leyes de la Física, indolente,
y conduce como un bólido su automóvil
deportivo, o lo hace bajo el tóxico
efecto del alcohol, o aquel que
descuidado por más que se le advierta,
manda mensajes escritos
por el chat del móvil, o quien olvida
colocarse el cinturón que hubiera
podido rescatarle. A quién habremos
de culpar por una defunción inesperada,
al niño que se cae por accidente,
al médico que falla, o a quien busca
auxilio, cuando ya es tarde. Al familiar
o al enfermo que en su relato impreciso,
u ocultando detalles, desorienta
el juicio del matasanos que le atiende.
Al médico soberbio que no admite
consultas a deshora, o al que se ve rebasado
en su destreza en el Arte de curar.
Habremos de culpar siempre a la pobreza,
al infortunio,a la indolencia, a los malos
hábitos de higiene, a la promiscuidad,
al error en el diagnóstico o a la mano inexperta
del cirujano que interviene. A la demora,
al infortunio, a la asesina bacteria o virus
que irrumpe en el cuerpo susceptible,
al lábil sistema inmune, esa arma
de dos filos que lo mismo mata, que cura
cuando se activa, o no responde.
Será culpable de todo la genética,
el medio ambiente, o la multifactorial
expresividad de la condición mórbida
que rompe la armonía, y enferma el cuerpo.
Será culpable Dios, que lo permite.
Habremos de culpar a la vacuna,
o a la omisión de vacunar o vacunarse.
A la falla eléctrica, a la catástrofe,
a la carencia de recursos materiales,
al costo de la atención, a la administrativa
traba, al aparato burocrático que antepone
el requisito a la atención médica expedita.
A quién debemos culpar cuando alguien expira.
Porque ante el deudo, alguno tiene
que salir culpable para calmarle del dolor
sufrido por la pérdida. Alguno ha de resultar
culpable, al punto, que al mismo difunto
su partida le reclama. Cuando resulta que
en realidad la culpa está en negar
lo irremediable, que habremos todos
de morir un día, a pesar del recurso,
del diagnóstico certero y puntual,
de los milagros de la Ciencia, del bisturí
en mano del experto. Del eminente médico,
del más sofisticado recurso terapéutico,
de la más milagrosa medicina. De la más
alta erogación financiera. Y el más alto
estatus social. Todos habremos de morir
llegado el día. Todos, aun yo, aunque no quiera.