COSQUILLAS DOLOROSAS
Se estaciona mi mente en los recuerdos dulces, aquellos que se encargan de crear los vínculos. Los lazos indestructibles que más allá de la consanguinidad crean las vivencias familiares.
Cuando me quedé sola con la responsabilidad de educar criar y sostener a mis hijos, teniendo que hacer el papel de madre y padre a la vez, fue cuando nació la “coronela” o tirana como me decía mi madre, ella no soportaba como abuela consentidora que corrija a mis hijos. Pero era necesario aparentar ser dura y crear mis propias leyes para poder como siempre decía, controlarlos desde la consciencia. Les decía, “yo no amenazo, yo advierto” y ellos sabían que lo que les prometía ya sea una reprimenda o algo bonito para ellos, se los cumplía a cabalidad, pues en eso consistía darles la imagen de seriedad y de amor a la vez.
Pero una vez que terminaba el día, las obligaciones tanto de ellos como las, mías que consistían en dejar la cocina limpia, hacer las tareas en las que nos involucrábamos todos, nos tirábamos a mi cama y empezaban los juegos y era cuando el traje de coronela quedaba arrumado en cualquier rincón y asomaba la madre enamorada de sus hijos y que se ponía a merced de ellos para los juegos: del loco que consistía en lanzar una botella de plástico el uno al otro y el del medio(el loco) tenía que ganársela y el que no agarraba quedaba en el medio, de loco. Luego de eso, se tiraban sobre mí, me sometían a sus cosquillas, el uno me agarraba los brazos, mientras el otro con sus dedos finos me hacían unas cosquillas que me dolían en la piel, pero que acariciaban mi alma. Yo exageraba en los gritos pidiendo que me suelten que por favor no sigan. Gritaba: ¡Auxilio! ¡Socorro!
Una vez por mis locos gritos, que fueron más exagerados ya que caía un aguacero muy fuerte, sonó el timbre, los tres nos sobresaltamos porque era raro que en lluvia y a altas horas de la noche alguien nos visite. Era mi hermano que vivía al lado y había escuchado mis gritos, y se había imaginado que estaba yo en un grave peligro. ¡Ja!
Cuando le pregunté qué pasaba, él me pregunto a mí ¿Qué te pasa ti? y al contarle que estaba jugando se fue riéndo, prometiendo que si alguna vez me pasaba algo, no me auxiliaría.
Esa eran nuestras horas de felicidad, la infancia plena que gozamos tanto ellos como yo y al recordarla se me endulza la vida.