Pasado el mediodía, me disponía, a almorzar sólo pensando e interesado, además estresado, por el hambre que tenía. Sin embargo, con el plato en mis manos, decidí recitar mi rosario, diario, al Padre celestial de agradecimiento, por los alimentos.
Empecé: Al abrir la boca semiabierta
no supe a ciencia cierta
lo que ocurrió,
en lugar de palabras aprendidas
surgió un vocablo desde la vida
y me paralizó;
Sólo un: ¡Gracias Padre! Desde el alma salió.
Un cúmulo de sensaciones me invadió.
Sentí: Dolor por tener que comer ante millones de haitianos tan negros como yo.
Vergüenza por dejar en el círculo granos de arroz de desperdicio ante tantos guineanos tan hambrientos como yo.
Pena por comer carnes ante cientos de árabes tan religiosos como yo.
Ardor por quejarme de sabores ante billones de chinos tan amarillos como yo.
Ignorante al desperdiciar proteínas ante muchísimos latinos tan hijos como yo.
Abusivo al beber tanta agua potable ante tantos tuareg tan solos como yo.
Inconsciente al calor de la comida ante unos esquimales tan blancos como yo.
Como yo pude comer ante tanto desequilibrio, ahora,
como entre lágrimas pidiéndole a Dios que me libre de suficiencias,
como quien quiere aprender a vivir,
como una nueva Oración de Gracias.